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miércoles, 15 de mayo de 2013

UN HOYO EN LA ALPUJARRA AL QUE LLAMAN CALABOZO


Diez mujeres esperan a la salida del sótano del Palacio de Justicia de Medellín, aparcadas junto un bus del Inpec. Sus rostros angustiados contrastan con los afanados de quienes ven a La Alpujarra como un lugar de paso, no de espera. 

De 8 a 8 cambian cocas de comida por cartas con los agentes de policía; cartas que escriben sus seres queridos y que son, aparentemente, la única forma de comunicarse con ellos. “Él me hace una perdida al celular todas las noches y yo le devuelvo la llamada. Los guardias nos han dicho que podemos mandarles plata para que puedan llamar”, cuenta La Mona, una de las mujeres que espera. 

Adentro, 96 presos repartidos en cuatro celdas de 3 por 8 también esperan. Algunos completan más de veinte días encerrados, aunque este sótano, que parece más una bodega, sea solo un lugar de paso. Además de ellos una decena de guardias del Inpec y la Policía se apiñan en un estrecho pasillo, algunos con tapabocas pues el ambiente es sofocante y el aire se siente viciado por los olores de las botellas llenas de orines dispuestas en las esquinas de las celdas. El único baño que hay se queda corto para atender las necesidades fisiológicas de los presos, que solo pueden usar el baño tres veces al día y no por más de tres minutos. 

En cada celda la escena se repite, unos 25 presos se mezclan como una sola masa, algunos tirados en las colchonetas que les traen sus familiares, más que dormidos parecen inconscientes; muchos están enfermos: diarrea crónica, gastritis, vómito con sangre, fiebre y hongos en pies y manos por la suciedad del lugar son las quejas más frecuentes de estos hombres, en su mayoría jóvenes, quienes aseguran que no tienen acceso ni siquiera a las medicinas que les manda su familia. Otros tienen moretones y golpes en su cuerpo de los que culpan a sus custodios. Cristian, condenado a 12 años, señala al guardia que revisa la comida por haberlo golpeado. “No me han pegado mis compañeros para que me peguen estos hijueputas”. 

El encierro, el ambiente y hasta la ausencia de luz natural –“aquí no hay sol, solo lámpara, no sabemos si es de día o de noche”- los tiene ansiosos. 

Todos hablan al unísono, al punto de que no se sabe quién dice qué. Si es Diego Hoyos, a quien lo angustia no saber nada de su mujer que está a punto de parir; si es el de Puerto Berrío, quien no tiene familia en Medellín y por ende no hay quien le lleve comida; o si es el taxista por el que todos abogan inocencia, pues simplemente transportó a Over –también recluido allí, y quien asume toda la culpa- en su taxi con un computador robado. “Vea donde me tienen y ni siquiera me han pagado la carrera”. 

Ellos no piden que los dejen libres, reclaman que por lo menos los lleven a una cárcel de verdad. Aunque a Nestor* lo que le interesa es que por lo menos lo dejen fumar uno de los cigarrillos que le manda su familia, como en una cárcel normal, pues lleva ocho días sin sentir el tabaco en su cuerpo y la ansiedad lo está matando. 

Al fondo, en una quinta celda, está aislado el preso que padece tuberculosis, de quien todos hablan adentro y afuera. Su situación ha generado preocupación entre reclusos y familiares, “la Personería nos prometió médico y tapabocas pero no nos han traído nada”. 

Afuera se rumora que hay un preso con Sida, aunque este puede ser un comentario producto de la paranoia que también se vive adentro por el encierro. “Acá nos llegan las cocas y nos las revuelven con una navaja, nosotros no sabemos de qué pueda estar infectada”, dice una de las voces que prefiere reservar su nombre. 

La angustia aumenta con el tiempo “todos los días nos prometen que mañana nos dan razón y nunca nos dicen nada. Esto no parece una cárcel para nosotros sino para nuestras familias”. Ansiosos le entregan papelitos con el teléfono de sus familiares a cualquiera que tenga contacto con el exterior, para que llamen y avisen que están bien. 

Afuera, a diez metros de distancia, las mamás, esposas, hermanas y amantes siguen esperando en medio del silencio oficial, pues lo poco que saben es lo que sale en televisión.


*Nombre cambiado.

Por: Santiago Castro, Carolina Saldarriaga y Jaime Flórez 
Para De La Urbe

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